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jueves, 18 de junio de 2009

Velorio de lentejuelas


“Parece un pésame colectivo, que nos damos entre nosotros, sus amigos”, le dijo a Betty Elizalde una amiga de él, oyente radial de El Parquímetro. No había familia biológica en esa sala donde el muerto tenía una sonrisa en la cara. El intenso, complejo y genial ser humano que fue Fernando Peña se había ido. Fue un velorio de lentejuelas, literalmente. Sus íntimos esparcieron lentejuelas alrededor del cajón como él lo había dispuesto.
En algún momento de su enfermedad incurable Fernando pensó en cómo se vería muerto, seguramente habrá querido alejar cualquier símbolo ajeno a su vida en la despedida final y por eso en el salón Montevideo de la legislatura porteña una botella de whisky, el vaso servido y los acordes de tangos y boleros enmarcaban el ataúd donde yacía el cuerpo de Fernando, vestido con su camisa colorada (Martín Revoira Lynch nunca hubiera dicho “roja”), una bufanda de colores naranja, amarillo y… colorado, un anillo en cada dedo de sus manos con uñas pintadas y los brazos a los costados, no cruzados sobre el pecho; “no me crucen las manos sobre el pecho, por favor les pido”, imagino que habrá aclarado Fernando Peña cuando elegía la manera de decir adiós.